LA LEY NARANJA: OTRO INTENTO FALLIDO DE FOMENTAR LA CULTURA
La nueva Ley parece una colección de recomendaciones para fortalecer la industria cultural, pero habla poco de cómo financiarlas y por lo tanto no va a traducirse en avances concretos para una actividad que hoy los Estados consideran prioritaria.
Santiago Trujillo*
Más de lo mismo
En un encuentro académico, organizado por el Observatorio de Cultura y Economía del Ministerio de Cultura y la Universidad Jorge Tadeo Lozano, donde participaron varios trabajadores culturales de distintas regiones del país, una de las participantes, perpleja por el curso que había tomado el debate, pidió la palabra para decir algo que ya se ha vuelto costumbre en varios encuentros sobre las políticas sociales en Colombia: “Aquí a nadie se le niega una ley y mucho menos un Conpes”. Después de medio segundo de silencio reflexivo llegó la risa y de nuevo, sin otra opción a la vista, seguimos elucubrando sobre por qué en este sector se habla tanto y al final se logra tan poco.
“Con la Ley Naranja no se hace medio jugo”, dijo después otro participante. La Ley da cartilla acerca de qué se debe hacer, pero no explica cómo. No hay claridad sobre las fuentes de financiación que impulsarán sus actividades.
En la exposición de motivos se señala que la Ley no tiene ningún impacto fiscal porque solo fortalece los mecanismos ya existentes, y sin embargo en el artículo 12 se pide diseñar “un programa para incentivar y aumentar las exportaciones de bienes y servicios creativos”, que exigiría una inyección importante de recursos que no se ven por ningún lado.
La Ley también crea un Consejo Nacional de la Economía Naranja sin alcances precisos ni funciones claras, repleto de instancias públicas, que lo único que producirá es una disolución de las responsabilidades y una gran dificultad para articular agendas concretas.
En resumen, la Ley Naranja es un manual de propósitos más o menos bien intencionados que se acerca más a un diagnóstico seguido de acciones recomendables que a una ley que pueda ser ejecutada.
Lo mismo pasó con la Ley de Teatro y con tantos otros intentos fallidos de leyes que delegaron todo al Ejecutivo y acabaron convirtiéndose en solitarias y desfinanciadas oficinas públicas con buenos propósitos, pero sin un peso para sus gestiones.
Un mal precedente
Después de la Ley del Espectáculo Público o de las dos leyes de cine –que sí tienen claras fuentes de financiación, organizaciones funcionales para su gestión y enuncian claramente sus alcances y objetivos– la Ley Naranja no es más que un triste llamado a la bandera, una tímida proclama electoral para la candidatura de un sector político cuyo jefe se siente orgulloso de decir públicamente que nunca va al cine y que mientras ocupó la Presidencia liquidó orquestas, bandas, museos y espacios de formación artística.
Pero juzgar las buenas o malas intenciones de esta ley por Iván Duque, el senador uribista que la promovió, no sería más que favorecer la polarización de este país que ideologiza agendas y temas según quienes se autoproclamen sus adalides. Por eso no le hace bien a la discusión, al menos por ahora, juzgar la procedencia política de quien promovió esta Ley que –según los comentarios de varios sectores, líderes y empresarios culturales del país– poco se discutió en espacios académicos y gremiales.
Ahora bien, aunque muchos críticos se preocupan por lo que dice la Ley Naranja, lo que puede ser realmente preocupante es todo lo que no dice. Por ejemplo, ¿cuál es el papel del Estado en el fomento de las industrias creativas? ¿Cómo se articula de manera efectiva y equitativa al sector privado?
En líneas generales, esta Ley parece una copia poco creativa y actualizada de un estudio que, como consultores del Banco Interamericano de Desarrollo, realizaron Iván Duque y Felipe Buitrago. Gracias a sus gráficas vistosas y a sus divertidas comparaciones de economía para dummies el libro tuvo cierto éxito, aunque nunca pudo explicar de manera contundente por qué, a pesar de las cifras maravillosas que presentan de la participación de la cultura en nuestra economía, los artistas y, en general, los gestores culturales ganan tan poco y tienen trabajos tan inestables ni por qué un porcentaje enorme de los egresados de programas relacionados con estas industrias permanecen desempleados o sin emprendimientos exitosos en el largo plazo.
El estudio dice algo sobre el tremendo desequilibrio entre los contenidos que importamos y los que exportamos y sobre el alto porcentaje del dinero del consumo de bienes y servicios que se queda en intermediarios comerciales –generalmente multinacionales o emporios económicos– que en Colombia suelen tener políticas cada vez más precarias de redistribución y fomento de la producción de contenidos nacionales. Pero el estudio no dice nada acerca de lo limitados que son los incentivos al consumo interno de productos de alta calidad hechos por artistas y creadores colombianos. Un artículo de la Ley Naranja dedicado a estos temas hubiera sido muy útil.
La cultura menospreciada
La paz, que probablemente no le interesa al líder uribista, poco o nada tiene que ver con esta Ley. Colombia es un país que sostuvo por más de cinco décadas una economía para la guerra que tenía como prioridad las compras militares. Empleamos a cientos de miles de oficiales, suboficiales, soldados y personas de servicios logísticos. Compramos grandes cantidades de armas y construimos todo un arsenal de necesidades sociales para mantener el combate y patrocinar los imaginarios del odio.
A pesar de eso, la transición hacia una economía de la paz debería ser el momento propicio para proponer e impulsar una ley que valore de manera distinta al arte y la cultura y que contribuya financiera y políticamente a ubicar a sus industrias, oficios y profesiones en un mejor lugar de la sociedad.
En Colombia hoy nadie se pregunta por qué cada puerta de cada edificio, oficina o empresa medianamente reconocida es atendida por un vigilante. Tampoco se pregunta por qué cualquier político o empresario adinerado deba tener varios escoltas, por cuenta propia o del Estado. Mucho menos se pregunta por qué que un alto porcentaje de nuestro PIB se gasta en sostener una Fuerza Pública dedicada a trabajar por la seguridad.
En cambio, todavía es común que gobiernos locales, e incluso el gobierno nacional, duden de la necesidad de crear, ampliar y cualificar las nóminas estatales de artistas. Todavía es usual que duden de usar partidas presupuestales para subsidiar, financiar o cofinanciar proyectos culturales que son, en realidad, proyectos de inversión social. Han llegado incluso a sacar, la formación artística de los currículos de la educación pública para convertirla (en el mejor de los casos y si hay algún pequeño recurso) en una actividad extraescolar.
Una ley de fomento a la economía creativa debe apostarle a la iniciativa privada, a la construcción de espacios sostenibles para el emprendimiento independiente, a la consolidación de mecanismos financieros para el estímulo directo e indirecto de empresas innovadoras. En eso estamos de acuerdo con la Ley Naranja. Pero el arte y la cultura no pueden perder su valor social y quedar reducidos a la lógica del provecho económico.
Cuidar el ecosistema cultural es necesario para que la industria creativa crezca y se fortalezca. Y para que esto suceda una ley (tenga el color que tenga) debe promover un sano equilibrio entre unas políticas públicas que reinventen –y en algunos casos reivindiquen– el papel del Estado en el apoyo al arte y la cultura y unos instrumentos normativos, económicos y sociales que les permitan a los gestores y emprendedores privados desarrollar sus proyectos libremente y con seguridad jurídica y financiera.
Finalmente, si hay algo de lo que no debería carecer una ley que pretende impulsar la creatividad es precisamente de ella. Pero la Ley Naranja, para desgracia de quienes hoy la defienden, es una herramienta poco innovadora y, sobre todo, poco útil. Lo más creativo que propone realizar son ideas y estrategias que ya existen y que el senador Duque proclama como propias. En el caso de la Cuenta Satélite de Cultura, por ejemplo, cualquier gestor cultural medianamente informado sabe que esta funciona desde hace más de una década, y la decisión de incorporar nuevos sectores para su medición obedece a acuerdos hechos con otros países para tener cuentas homogéneas y, por lo tanto, comparables.
En resumen, esta ley parece más un socarrón eslogan de campaña de quienes poco han hecho por la cultura de este país. Deja más preguntas y preocupaciones que oportunidades y desarrollos concretos. Por fortuna en el árbol de Adán, ese del que se alimentan quienes piensan que todo se hace por primera vez gracias a ellos, aún quedan muchas manzanas y al parecer una que otra naranja. Lo importante es que la discusión siga y que pronto este país pueda desarrollar políticas más firmes y efectivas de fomento para la industria creativa y cultural.
* Director de la maestría en Gestión y Producción Cultural y Audiovisual de la Universidad Jorge Tadeo Lozano; Director del programa de Cine y Televisión de la Universidad Jorge Tadeo Lozano.
TOMADO DE: http://www.razonpublica.com/index.php/cultura/10314-la-ley-naranja-otro-intento-fallido-para-fomentar-la-cultura.html
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